MI REINA

MI REINA

DIEGO FIGUEROA
Curaduría Francisco Ali-Brouchoud

13 nov. 2018 — 20 feb. 2019

VISTA DE SALA

Ph. Ignacio Iasparra

obras

El problema caracol, 2018

Diego Figueroa

Acrílico sobre lienzo
150 x 150 cm

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Los jardines de Mi reina 1, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética sobre chapa de zinc acanalada
92 x 110 x 62 cm

Los jardines de Mi reina 2, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética sobre chapa de zinc acanalada
92 x 110 x 62 cm

Los jardines de Mi reina 3, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética sobre chapa de zinc acanalada
92 x 110 x 62 cm

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Los jardines de Mi reina 8, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética sobre chapa de zinc acanalada
92 x 110 x 62 cm

Esquema de un territorio abstracto, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética y enduido plástico sobre cemento
17 x 21 x 16 cm

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Los infernales de Venus, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética y tatuaje de cemento y ferrite sobre estatua de jardín
90 x 35 x 30 cm

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Monumento, 2018

Diego Figueroa

Listones de madera y gomas de auto
222 x 190 x 190 cm

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Palacios, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética sobre cemento, ladrillos y madera de cajón de frutas
30 x 26 x 26 cm

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Mi reina, 2018

Diego Figueroa

Pintura sintética y tatuaje de cemento y ferrite sobre fragmento de estatua de jardín
25 x 30 x 25 cm

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TEXTO

El arte de derribar estatuas

Hace algunas décadas era frecuente recurrir a un muy extendido símil topológico verticalizado para segmentar el universo de las producciones culturales mediante una escala de altura: se hablaba de alta cultura y de cultura popular o de masas, diferenciándolas y oponiéndolas mediante criterios formales, frecuencias y modos de circulación y consumo que ocultaban, bajo un esencialismo estético o un humanismo pretendidamente universalista, determinaciones de clase social, niveles educativos y posibilidades de acceso a esos recursos culturales.

Esa dudosa “topología” de la cultura dejó hace mucho de tener sentido para el mundo de lo contemporáneo, con su miseria extendida, que alcanza y sobra para todos. Y aquello que encubría quedó a la vista con la monumental investigación llevada a cabo por Pierre Bourdieu en La distinción, donde se expone de manera concreta, descarnada y precisa de qué manera se entrelazan estrechamente, por medio de relaciones objetivas, capital cultural y escolar, disposición estética y clases sociales, y cómo los objetos culturales pueden ser los agentes de una “jerarquización brutal” a través de lo que el sociólogo francés denomina “gusto legítimo”, es decir, la preferencia por determinadas obras de arte que terminan siendo “enclasantes”, al proyectar al infinito la distinción que conllevan a través de las marcas propias de un universo singular del gusto. Para Bourdieu, las “obras legítimas” son aquellas que logran “imponer las normas de su propia percepción” y cómo deben ser consumidas y apreciadas, lo que supone competencias específicas -distribuidas de manera desigual entre las diferentes clases sociales-, y un estatuto especial, sancionado socialmente, que les otorga a priori una intención que es, precisamente, estética.

Según Bourdieu, la estética culta y el gusto legítimo, que pueden privilegiar la contemplación pura y desinteresada porque su ejercicio y adquisición suponen también una seguridad material, se caracterizan por poder permitirse “investigaciones formales”, distancia y desapego de sus objetos, a diferencia de una estética popular, que tiende a la participación e identificación de sus consumidores con los productos culturales que ofrece, suministrando una satisfacción directa, afectiva, que “subordina la forma y la propia existencia de la imagen a su función.”

La obra de Diego Figueroa viene explorando desde hace tiempo estas tensiones entre lo “legítimo” y lo popular (David y la copia, 2008; Esta noche no, 2009), y operando con solvencia sobre las variadas convenciones del gusto en términos de Bourdieu, mediante procedimientos como la cita y el desplazamiento, la parodia y el sarcasmo inteligente aplicados a obras canónicas de la historia del arte occidental. Obras que la revisitación que propone este artista nos revelan en su actual condición, extraordinaria y paradójica: son, por su misma naturaleza icónica, a la vez clásicas y populares, una ambigüedad y universalización que devalúan su “potencial de distinción” y las vuelven insumos de innumerables reinterpretaciones posibles.

En su estudio sobre la cultura popular y las formas del carnaval, Mijail Bajtin propone la expresión realismo grotesco para un sistema de imágenes que utiliza la degradación, es decir, el trasvasamiento de signos y rituales desde el mundo “oficial” y serio hacia el “segundo mundo” de la risa, el juego y la fiesta, pasaje explicado como “la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual y abstracto.” Una definición que describe con considerable precisión lo que ponen en movimiento las obras de Figueroa mencionadas con anterioridad en relación a sus modelos consagrados. Degradación deliberada a través de los materiales elegidos, efímeros y baratos (papel, cartón, bolsas de plástico, cinta de embalar) para recorrer la distancia entre los originales y las copias, produciendo versiones “rebajadas”, pero a la vez resueltas con maestría, de La Piedad y el David de Miguel Angel, las Tres Gracias de Antonio Canova o la Venus de Milo. Rebajar y degradar, dice Bajtin, es acercar a la tierra. Es negar y afirmar al mismo tiempo, liberando, para volverlas otra vez familiares y al alcance de un uso productivo, las formas heladas y distantes de la estética “seria.”

Siguiendo esta misma dialéctica, también la imagen popular y la imagen de lo popular aparecen como una pregunta recurrente en la obra de Diego Figueroa: ¿Qué es lo popular hoy? ¿Cómo puede lo popular -un imaginario y unos materiales asociados a esa condición- incorporarse a un pensamiento visual contemporáneo, es decir, a la tarea central que debe retomar el arte, y que es la recuperación de la potencia de la imagen, porque, como ya nos advertía Asger Jorn, “no hay potencia de la imaginación sin imágenes potentes”? Y más aún, ¿qué es popular y qué es clásico en nuestro presente algorítmico, cuando ya no existen relaciones verticales u horizontales, sino la lógica de la red, que se proyecta en todas direcciones, cuando todos los inventarios están disponibles y el archivo es inmediatamente accesible a todos?

En el caso de Diego Figueroa, estas cuestiones parecen estar en el centro de sus preocupaciones sobre los modos de construcción de la imagen, que en su pintura, vuelven de manera recurrente a la acumulación caótica. Una escena primaria que se despliega como al volcar un cajón en el que conviven juguetes rotos, herramientas, utensilios y partes heterogéneas de antiguas totalidades ahora irreconocibles y dispersas. Se trata de colecciones de objetos materiales pero por sobre todo mentales, que son insufladas en la imagen con un realismo agudo cuya aparente nitidez también termina mostrándose engañosa. Estas constelaciones de objetos esparcidos permiten siempre múltiples itinerarios narrativos, pero ninguno definitivo, porque están marcadas por la ausencia de un sujeto cuya historia, deseos y angustias solo podemos conjeturar, al mismo tiempo que ese desorden abigarrado resiste su propio consumo visual, y no se deja reducir de un solo golpe de vista, oscilando alrededor de una voluntad de representación que termina por escamotear al espectador esa misma certeza, para volverse mancha o trazo, reingresando a lo informe.

Figueroa también proyecta al espacio esta gramática material, en la que los objetos más cotidianos y utilitarios son el soporte de operaciones de sentido que oscilan entre el ready- made y el gesto conceptual displicente e irónico, en los que materiales de construcción como caños, tubos, alambres, ladrillos, chapas acanaladas, maderas, herramientas, y elementos de descarte, cubiertas usadas y partes de automóviles, funcionan como significantes de sí mismos -de su utilidad agotada o o de su reutilización posible- y del entorno que los consume y los desecha.

Es de este repertorio formal y material, cuya exploración consecuente y sostenida fue transformando en un lenguaje personal, que Diego Figueroa extrae las configuraciones de Mi reina, su muestra actual, para proponer una nueva interrogación acerca del juego de tensiones entre lo popular y lo clásico, y las inevitables relaciones de clase y poder que representan, es decir, sobre el juego de la distinción en sus encarnaciones contemporáneas.

La imagen a la que recurre en esta ocasión, dotada de tanto iconismo y prestigio cultural como las esculturas renacentistas o neoclásicas de inspiración grecorromana con las que dialogaban sus obras anteriores, está tan violentamente alejada de la realidad en la que se mueve y trabaja el artista como podría imaginarse: los jardines à la française, la tradición de jardinería barroca, derivada de los jardines renacentistas italianos, que alcanzó su apogeo en Francia en el siglo XVII, caracterizados por su simetría, su racionalidad cartesiana y una organización espacial estricta y geométrica.

El arte que representan estos jardines formales se asocia por un lado a las ideas de autosuficiencia humana que caracterizan a la Ilustración, al dominio del hombre -y del soberano- por sobre la naturaleza, como una proyección de su poder y de un orden jerárquico que puede expresarse con una regularidad simétrica. Pero a la vez no casualmente son contemporáneos de una serie de desarrollos clave de la cultura occidental, que terminaron dando su impronta a la modernidad: la consagración de la razón matemática y el cálculo, de la cuadriculación y organización del territorio del Estado, y de la Estética como disciplina filosófica autónoma.
En la segunda mitad del siglo XVII, al mismo tiempo que André Le Nôtre, el jardinero de Luis XIV, perfeccionaba el concepto del jardín formal francés, Blas Pascal y Christiaan Huygens sentaban las bases para el cálculo de probabilidades, y Gottfried Leibniz desarrollaba el cálculo infinitesimal e inventaba el sistema binario sobre el que descansa todo nuestro mundo digital.

Estos jardines estaban diseñados en base a un vocabulario formal en el que el parterre geométrico es el elemento predominante, junto con broderies y bosquets, desplegados en un trazado simétrico de colchones de flores y setos podados para formar patrones ornamentales y repeticiones de motivos mediante el denominado arte topiario, el modelado por poda del boj. Como se puede ver en Versalles y Vaux-le-Vicomte, los diseños de Le Nôtre se subordinaban a la arquitectura, integrados a los palacios y los amplios terrenos circundantes, de cientos de hectáreas. Y en su misma concepción, incluían un dispositivo visual: estaban planificados para ser vistos desde arriba, desde las terrazas del palacio, empleando puntos de fuga y perspectivas ad infinitum, constituyéndose, en síntesis, como una suerte de panóptico estético.

Consecuente con este precedente, Figueroa toma las imágenes de estos jardines del repositorio algorítmico y las sitúa sobre un dispositivo propio del universo de su obra, que también posee inesperadas propiedades ópticas: la chapa de zinc acanalada. Desviada de su función técnica, la chapa actúa aquí como un soporte en el que las ondulaciones pensadas como canales para evitar que el agua se acumule y fluya hacia la tierra, ondulan la propia imagen, y la vuelven líquida y móvil, impidiendo que la mirada pueda integrarla en su totalidad, y obligando a su captura desde ciertos ángulos. Produce a la vez una condensación poderosa: la imagen del jardín real como intemperie geométrica y artificial, que testimonia la puesta en escena de un poder absoluto, sobre el soporte del elemento más popular posible capaz de proteger de los efectos climáticos de la intemperie general, creando un reparo.

Los jardines de Figueroa también tienen sus propias esculturas, que oscilan entre los modos del realismo grotesco y la instalación compuesta de objetos liberados de su utilidad intrínseca, donde también se nos muestra que la violencia implícita desde el inicio en todo juego, y que este es ya incapaz de sublimar, se manifiesta como la imposibilidad de seguir jugando, porque la pelota fue pinchada.

Mi reina, el nombre de la presente exhibición, es una expresión afectuosa y familiar de uso muy extendido en el Nordeste argentino y en Paraguay. Típicamente ambigua, como tantas marcas del habla popular, connota al mismo tiempo la soberanía y la sumisión, la posesión y la pleitesía de quien la dice en relación a su destinataria o destinatario. En estos jardines de la intemperie de Diego Figueroa, el rey -la reina- ya no proyecta su mirada soberana sobre la extensión potencialmente infinita de sus dominios: es apenas una ausencia, una estatua derribada de su pedestal, al que sus pies oscuros todavía se aferran firmemente.

La soberanía, como es sabido, es también un concepto político y filosófico complejo. Para Georges Bataille, el pensamiento soberano es aquel que no se somete a la necesidad, y se hace disponible para el “juego verdadero”, en el que se plantea la cuestión de la vida y de la muerte, aquel que es capaz de igualar lo que tiene un fin y un sentido con aquello que no lo tiene. Un pensar soberano es, en suma, y como intentan decirnos estas obras, aquel que es capaz de sacudirse, mediante la revuelta que todavía puede movilizar el arte si logra liberarse de la servidumbre de ser un mero portador de distinción, la sumisión al régimen cifrado de la imagen y la tiranía de las economías de la atención, que consumen con su impotencia impuesta los instantes más preciosos de nuestra existencia.

Francisco Ali-Brouchoud, Buenos Aires, octubre de 2018

ARTISTAS

Esta noche no

Esta noche no

DIEGO FIGUEROA
CENTRO CULTURAL DE ESPAÑA
BUENOS AIRES, ARGENTINA
7 JUL. — 4 SET. 20
09

VISTA DE SALA

obras

Tres gracias, 2009

Diego Figueroa

Bolsas de nylon, plástico, papel, cintas adhesivas, goma, madera
170 x 70 x 50 cm

La piedad, 2009

Diego Figueroa

Bolsas de nylon, plástico, papel, cintas adhesivas, cajón de cervezas, cuchillo, zapatillas, pelota de cuero, arco de metal y sogas. 170 x 120 x 130 cm

La venus, 2009

Diego Figueroa

Bolsas de nylon, plástico, papel, cintas adhesivas
150 x 60 x 70cm

TEXTO

Este noche no

E sta noche no es el resultado de un trabajo conjunto entre Diego Figueroa y Edgardo Giménez. Es la confluencia de dos universos en una misma obra. Y es también un espacio de encuentro, una experiencia de diálogo.


Edgardo transita su vida entre la ciudad Buenos Aires y Punta Indio, un pueblo a 150 km de la capital. Para él todo puede ser una fuente de inspiración artística, porque a través de su mirada la realidad se trasforma. Si no le gusta lo que ve, lo modifica para hacerlo más vivible, más disfrutable. Edgardo cita a Mae West, famosa diva de Hollywood, que dice: – “En mi larga y colorida carrera, una cosa sobresale claramente: me han interpretado mal.” Interpretar su obra no es otra cosa que disponerse a pasarla bien, porque nos viene a recordar la belleza de las cosas. Y parte de su trabajo es no quedarse
en las limitaciones. Ni a la hora de pensar el mundo tal cual le gustaría, ni en las posibilidades de llevarlo adelante. No anteponer la negativa es todo un ejercicio, y un aprendizaje.


Diego comparte con Edgardo la misma pasión por el trabajo y la creación. Encara sus proyectos sin mezquinar energías, ni coraje, ni ideas. Se vale del humor para sostener una mirada crítica. Recrea, a través de sus esculturas, escenas cotidianas, aunque a veces extremas, de los barrios periféricos de Resistencia, Chaco, la ciudad donde vive. Se anima a jugar con los referentes más clásicos de la historia del arte, revisita esculturas como La Piedad, la Venus de Milo, El Pensador, para robarles sus posturas y ponerlas en la piel de los personajes que realiza con materiales de desecho, alambre y cinta de
embalar, y usa estos elementos con la máxima meticulosidad y sofisticación. Sus personajes, extraídos de la vida urbana más marginal y desprotegida, son enaltecidos por este procedimiento que los vuelve protagonistas de la belleza.


Quizás, lo que más acerca a Edgardo y Diego, es la actitud ante lo que perciben y su manera de accionar sobre esto, de crear, asumiendo los riesgos como parte del juego. No conciben el temor ni la especulación como características que tengan que ver con el arte. Lo estático, lo seguro, no les divierte. Por eso es que sin dudarlo, aún sin conocerse personalmente, aceptaron la propuesta de trabajar juntos.


La idea surgió a fines del año pasado: invitar a Edgardo a construir una escenografía para la obra de Diego. El trabajo empezó con Diego definiendo cada uno de los personajes. Después Edgardo trabajó sobre su contexto. Sorpresivamente (o no) y lejos de ser condescendiente, propuso un espacio dorado con arañas de caireles. Siguiendo el juego propuesto por Diego, de generar un contraste entre los personajes y el tema, Edgardo pensó el escenario más inesperado, aquél que consideraríamos incoherente, pero que, en esa misma tensión, emite un mensaje potente: ¿Por qué ellos no? ¿Por qué
esta noche no? En una fase posterior surgió la idea de incluir una banda de sonido en la instalación. Al músico convocado, Esteban Peón, se le propuso hacer una obra que fusione música clásica con cumbia, entre otros géneros que se fueron sumando posteriormente. Este procedimiento de trabajar con materiales ajenos, mezclarlos y redefinirlos, es el concepto de autoría que esta obra tiene en el todo.


Esta noche no trabaja sobre estos encuentros: entre dos artistas, entre generaciones, entre elementos desconocidos, entre geografías e identidades lejanas. Un espacio exagerado de lujo y brillo que convive con el dramatismo de los personajes de Diego, imágenes de un extraño collage, melodías de universos desencontrados y que sin embargo pueden convivir en una especie de fiesta. Y sin siquiera imaginarlo, asistimos a un espectáculo que sorprende, porque ambos mundos, antagónicos, se encuentran en un todo con una fluidez que da cuenta de la colaboración entendida como una entrega a jugar con las ideas del otro, y permitir la fusión de ellas con las propias.


El lugar de encuentro es, en definitiva, esa voluntad de celebración de la realidad, con todos sus elementos, sus contradicciones, matices, disonancias, contrastes, sin querer reducir la riqueza, sin ampararse en los juicios de valor que dicta el sentido común, para poder poner en escena un mundo que, no por ser del orden de los sueños, es menos real.


Laura Spivak

artistas

El tiempo entre las cosas

EL TIEMPO ENTRE LAS COSAS

DIEGO FIGUEROA
GALERÍA BRAGA MENENDEZ
BUENOS AIRES, ARGENTINA

17 may. — 16 jul. 2011

VISTA DE SALA

obras

El tiempo entre las cosas, 2011

Diego Figueroa

Madera cortada, palos de escoba y chapa acanalada
160 x 60 x 65 cm

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El tiempo entre las cosas, 2011

Diego Figueroa

Metal, madera y plástico
140 x 90 x 60 cm

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Esa estrella era mi lujo, 2011

Diego Figueroa

Lápiz color y grafito sobre papel de algodón
70 x 120 cm

La anatomía del limbo, 2011

Diego Figueroa

Lápiz color y grafito sobre papel
110 x 75 cm

La anatomía del limbo, 2011

Diego Figueroa

Lápiz color y grafito sobre papel
110 x 75 cm

La anatomía del limbo, 2011

Diego Figueroa

Lápiz color y grafito sobre papel
110 x 75 cm

TEXTO

El tiempo entre las cosas y ese intento por reponer en el vacío

El tiempo entre las cosas es la exposición de la obra más reciente de Diego Figueroa que puede ser visitada en Braga Menéndez hasta el 16 de Julio. Compuesta de once obras (seis dibujos y cinco instalaciones escultóricas), se nos presenta de buenas a primeras y como su título lo indica, como el relato (fragmentario) del espacio temporal entre dos cosas: ese espacio vacío que sucede en alguna parte entre el objeto representado y una acción que ha ocurrido, entre una obra y otra, y cuyo sentido necesita ser reconstruido por aquel espectador que quiera detenerse a pensar.

Braga Menéndez nos dejó solos y “a pata”: ninguna de las obras llevan nombre o referencia alguna. Tampoco contamos con texto curatorial que nos sirva como guía de ruta para recorrer algo que se nos aparece como una gran cebolla de varias capas. Entonces, ¿cómo escribir sobre lo que no se nombra? ¿Apelando a la confianza y la intuición? ¿Dejando de lado titánicos mandatos superyoicos y ese deseo irrefrenable (e irreal) por abarcarlo todo? Dentro de la dificultad planteada también podemos tomar la carta de “invitación hacia un intento más liberador”.

La serie de dibujos de hojas muertas (todos ellos en tamaño medio), en colores brillantes y bien hiperrealistas llevan la impronta de ese espacio temporal que mencionábamos al comienzo, donde algo ya ha ocurrido y esas hojas han ido a parar al cemento, y debemos ir hacia atrás, a un pasado imaginario.
“A mi mirada lo que le interesa es el espacio que se encuentra entre el objeto representado y el medio con el que esa representación está construida”, dice Figueroa y nos abre una puerta. O mini hendijas, a decir verdad, micro espacios por donde no es fácil ingresar.

Figueroa trabaja con diversos materiales, en su mayoría de desecho. Ladrillo molido, aserrín, chapa y objetos vulgares resemantizados: una tabla de planchar con manos impresas, quemadas y montada sobre un neumático; una planta dentro de un fuentón de plástico intervenida y ahorcada por una estructura de ladrillos pequeños y enrejada; un tender intervenido por broches que ya no cuelgan ropa sino que forman un cubo; una cabeza que se posa sobre una mano hechas en maderitas cortadas, montadas sobre un trípode de cabos de escoba y chapa; dos cuerpos que fueron interceptados casi en el aire en un instante apasionado por dos hierros rojos; un niño pequeño, como de pesebre viviente, realizado en ladrillo que reposa sobre un neumático iluminado por una lamparita colgante.

La obra de Figueroa es compleja y brutalmente bella. Nos habla de a ratos poéticamente casi siempre desde una estética de la precariedad, desde la reunión de distintos materiales (son esos y no otros) y lo hace de un modo arriesgado. ¿Acaso el cómo no es todo?
Nos pide que vayamos hacia ese momento previo al hecho consumado, que nosotros como espectadores, tendremos que reponer. Es una obra que funciona hasta en esos espacios que no controla. No nos muestra un universo unánime de verdades últimas y no importa tanto, citando a Sontag lo que dice, sino lo que hace. ¿Y qué hace? Que nos detengamos y nos demoremos. Nos da y nos quita. Se abre pero hasta cierto punto y nos despista. Nos pide que elaboremos pero no nos asegura que lleguemos a destino. Se enuncia como una melodía bizarra, como un viejo bolero o una cumbia que suena de fondo en un paisaje de provincia, de a ratos disonante pero que no incomoda, sólo desconcierta. Pareciera que, Diego Figueroa, porteño de nacimiento y chaqueño por elección, hubiese elegido “Resistencia” como un verdadero lugar de enunciación.

Silvina Pirraglia

artistas

Cuando todo el ruido se duerma

Cuando todo el ruido se duerma

DIEGO FIGUEROA
Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti

31 oct. 2015 — 21 feb. 2016

VISTA DE SALA

obras

Cuando todo el ruido se duerma, 2014

Diego Figueroa

Cámaras neumáticas, precintos plásticos, pelota de futbol, caños, cajón de envases, garrafas, maderas, envases, silla y elementos plásticos
Medidas variables

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Esqueleto, 2014

Diego Figueroa

Acrílico sobre tela
190 x 190 cm

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Desarmadero, 2014

Diego Figueroa

Acrílico sobre tela
180 x 180 cm

Lo fierro, 2014

Diego Figueroa

Acrílico sobre tela
170 x 340 cm

Torta, 2014

Diego Figueroa

Acrílico sobre tela
179 x 142 cm

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Sin título, 2014

Diego Figueroa

Acrílico sobre tela
192 x 173 cm

La casa, 2014

Diego Figueroa

Bajo relieve en casco de seguridad sobre cubo de escombros
Medidas variables

Voy a tenerte en primavera, 2014

Diego Figueroa

Acrílico sobre lienzo
190 x 172 cm

La casa, 2014

Diego Figueroa

Intervención sobre muro. Esmalte sintético y clavos de acero
Medidas variables

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TEXTO

CUANDO TODO EL RUIDO SE DUERMA

“A veces, mis fotismos adoptan una consoladora calidad de flou y entonces veo –proyectadas, por así decirlo, sobre la cara interior de mi párpado- figuras grises que caminan entre colmenas, o pequeños loros negros que se desvanecen lentamente entre la nieve de los montes, o cierta lejanía malva que se funde más allá de unos mástiles en movimiento”, escribe Nabokov en Habla, Memoria para describir esas visiones semioníricas y pensamientos que se nos aparecen como meteoritos y desfilan en el intervalo que hay entre la vigilia y el sueño. Son imágenes inasibles, de a ratos grotescas, que se acumulan como manchas de colores brillantes y que se funden entre las huellas que nos dejó el día. Algo como lo que sucede frente a las obras de Diego Figueroa: podremos reconocer esos objetos que se acumulan y que posan, vibrantes, en sus pinturas y esculturas. Pero de buenas a primeras nos sentiremos desorientados porque hay experiencias visuales que nos llegan cargadas de información y que son ingobernables.

Para encontrar la precuela de esta exposición, deberíamos revisar la producción de los últimos siete años del artista. En esta serie de obras que se presentan, se condensan las ideas que más le interesaron de sus proyectos anteriores. Si nos detenemos un buen rato en cualquiera de las obras de la sala, van cayendo de a uno y como piezas de Tetris, los recuerdos de los brillos, cierta estetización de lo trash y un tratamiento enaltecido de los materiales utilizados en las esculturas: La Familia Frontera (2007), El David y la Copia (2008), Esta noche no (2009), La obsolescencia del monumento, Fuente y El tiempo entre las cosas (2010). Y convendría emplear lo que Proust dice en El tiempo recobrado: una especie de psicología en el espacio que pudiera añadir una belleza nueva a las resurrecciones que realiza la memoria. Porque es en ese estado de meditación, al que nos sometemos frente a las pinturas, que vamos viendo cómo reaparece el ángulo visual de algunos de los dibujos de Mentiras Personales (2010) y una representación espacial tal vez más ligada a experiencias 3D.

Lo cierto es que 2011 fue un gran año para Diego Figueroa porque vuelve a la pintura después de transitar territorios más ligados a lo escultórico. En esas obras a las que luego llamó Dejar el mundo en casa, se veían objetos pequeños amontonados en el plano, “desastres de bolsillo”, que se iban acumulando en la mesa de trabajo con el correr de los días. Cada una de las telas era una constelación de elementos elegidos por el artista, que respondían a una edad determinada del individuo, pero en las que curiosamente, convivían elementos que se unían por tamaño y color pero que provenían de universos bien distintos: juguetes, agujas, blíster de pastillas, llaves, cuchillos.

Tiempo después llegaron las expediciones de verano que hacía Figueroa a las chatarrerías a la hora de la siesta. Sentado bajo un techito, el artista divisaba con la emoción de quien mira por primera vez, las torres de chatarra clasificada. Y en el silencio de ese sol tremendo, simplemente, contemplaba. Al llegar al taller lo que migraba a la obra eran grandes acumulaciones de neumáticos, motos, metales, trozos de chapas, pilas, elementos cortantes, casi en escala real. Lo que cambia respecto de la serie anterior de pinturas son, por lo menos, dos aspectos: escala y noción de subjetividad.

Si en las pinturas de 2011 a 2013 se nos invitaba a recrear el perfil de un individuo y se percibía un clima de puertas adentro (las de un hogar o las del taller), el cuerpo de obra actual, con sus pinturas y esculturas, nos hace salir e imaginar algo más abarcativo: un grupo de personas, una comunidad de usuarios de alguna cosa; un conjunto. Una conglomeración. Todos ellos y el tiempo. El paso del tiempo. Y este corrimiento o movimiento en el foco es clave a la hora de abordar la obra de Diego. Lo que se intuye es el movimiento que genera la no linealidad discursiva. Y es de esta movilidad narrativa que surgen esos micro mundos o ficciones visuales. Podemos ingresar de donde sea, armar nuestros propios caminos. Y todo eso estará bien.

Como espectadores nos movemos en el relato, pero también en el espacio fuera de la obra. La pintura no está puesta sobre el lienzo relamida, sino que tiene cuerpo y espesura. De lejos todo se pone en foco, de cerca las formas se pierden y lo que cobra importancia, en palabras de Diego, es el cuerpo de la pintura como materia. Ese mismo ir y venir nos llevará a pensar no solamente en lo que se genera a partir de las chispas del contacto entre los objetos y los materiales, sino que también nos propondrá un ir hacia fuera, hacia las esculturas y que todo adquiera una dinámica distinta. Porque las esculturas y sus materiales, en su calidad de cosas/objetos (cemento, caños, una chapa acanalada, una cámara neumática), tienen un peso específico: existen en el mundo y se convierten en referencias sólidas. Y en ese movimiento entre registros es que terminaremos de comprobar algo que intuíamos: los residuos diurnos no son solamente los contenidos manifiestos del sueño o las impresiones de los últimos días. Lo residual es lo que queda del final de un proceso. Lo mismo que una obra terminada: es el resultado de todas esas operaciones previas.

Silvina Pirraglia y María Lightowler
Buenos Aires, septiembre 2014.

artistas

LO FIRME EN EL CENTRO ENCUENTRA CORRESPONDENCIA

LO FIRME EN EL CENTRO ENCUENTRA CORRESPONDENCIA

Exhibición colectiva

17 ene. — 17 feb. 2017

VISTA DE SALA

Ph. Ignacio Iasparra

OBRAS

Bad cover version, 2012

Catalina Schliebener

13 novelas románticas dentro de caja acrílica, 13 fotografías sobre foam
Medidas Variables

Sin título (melancolía), 2016

Diego Figueroa

Acrílico sobre papel
50 x 38 cm

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Sin título (melancolía), 2016

Diego Figueroa

Acrílico sobre tela
96 x 76 cm

Sin título. Serie Agujeros negros, 2016

Elena Loson

Impresión giclée sobre papel de arroz
93 x 65 cm

No me dejes, 2016

Gilda Picabea

Óleo sobre tela
100 x 190 cm

Experiencia ajena 1, 2010-2013

Eugenia Calvo

Video
Duración 2´14´´
Edición 1 de 4 + 1 P.A.

Poweful lessons, 2016

Eugenia Calvo

Alfombra en estructura de hierro
2 x 40 x 400 cm

Dine, 2010-2018

Ivana Vollaro

Fotografía digital
30 x 21 cm
P.A. + Edición de 5

Klein, 2010-2018

Ivana Vollaro

Fotografía digital
30 x 21 cm
P.A. + Edición de 5

Morris, 2010-2018

Ivana Vollaro

Fotografía digital
30 x 21 cm
P.A. + Edición de 5

Atleta, 2012

Leila Tschopp

Acrílico sobre tela
150 x 150 cm

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Monocromo rojo, 2012

Leila Tschopp

Acrílico sobre tela
150 x 150 cm

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Pommard. Serie Notorious, 2016

Martín Sichetti

Lápiz y pastel sobre papel
58 x 47 cm

Consultar

Ingrid. Serie Notorious, 2016

Martín Sichetti

Lápiz y pastel sobre papel
48 x 38 cm

Consultar

Tacita. Serie Notorious, 2015

Martín Sichetti

Lápiz y pastel sobre papel
20 x 15 cm

Consultar

Unica. Serie Notorious, 2013

Martín Sichetti

Lápiz y pastel sobre papel
24 x 33 cm

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Pescada, 2016

Sofia Quirno

Acrílico, óleo collage sobre papel
107 x 85 cm

Sueño de gallo, 2016

Sofia Quirno

Acrílico y óleo sobre papel
103 x 78 cm

Sin título, 2005

Santiago García Sáenz

Óleo sobre tela
66 x 116 cm

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Sin título, 1996

Santiago García Sáenz

Óleo sobre tela
79 x 95 cm

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artistas