ORDEN Y SECRETO

CATALINA SCHLIEBENER & DANI UMPI
CURADURÍA Nicolás Cuello

13 AGO. — 21 SEP. 2019

VISTA DE SALA

Ph. Ignacio Iasparra

OBRAS

Apuntes de las primeras 8 clases. Teoría Mística en Curso de Iniciación para Duendes vocacionales, 2019

Dani Umpi

Collage. Papel. Nylon. Tul
500 x 95 cm

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Blanco y negro, 2019

Dani Umpi

Collage de papel de revista y cinta adhesiva
300 x 320 cm

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Paisaje, 2019

Dani Umpi

Instalación
Collage de papel sobre jabones de colores
10 x 150 x 14 cm

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Hoguera, 2019

Dani Umpi

Instalación
Cajas de pasta dental y conos de papel
150 x 70 x 60 cm

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Inside Out (Bim Bom). Serie Satanic Panic, 2019

Catalina Schliebener

Instalación
Figurín de porcelana, figuras plásticas articuladas, papel, caja de luz
70 x 41 x 41 cm
Versión 1 de 2

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Monster Inc. (George). Serie Satanic Panic, 2019

Catalina Schliebener

Instalación
Figurín de porcelana, figuras plásticas articuladas, papel, caja de luz
70 x 41 x 41 cm
Versión 1 de 2

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Monster Inc. (Sulley). Serie Satanic Panic, 2019

Catalina Schliebener

Instalación
Figurín de porcelana, figuras plásticas articuladas, papel, caja de luz
70 x 41 x 41 cm
Versión 1 de 2

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Prosthetic Blocks, 2019

Catalina Schliebener

Instalación
Figurines de porcelana, objetos encontrados.
27 x 100 x 550 cm (medidas aproximadas)|

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Little Mermaid. Serie Satanic Panic, 2019

Catalina Schliebener

Collage sobre páginas de libro
Medidas variables

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TEXTO

Por Nicolás Cuello

1.

La presentadora de televisión, modelo y actriz brasilera Maria da Craca Meneghel, conocida internacionalmente como Xuxa, fue la protagonista indiscutida del mayor éxito comercial que experimentó el entretenimiento brasilero a mediados de la década de los ´80 con su programa de televisión “Xou da Xuxa” [“El Show de Xuxa”], un producto para el público infantil compuesto por concursos, números musicales y dibujos animados que ocupó todas las mañanas de la cadena Globo TV hasta los primeros años de la década de los ´90. Rápidamente consagrada como un icono cultural, tanto en su país de origen como en otros países del continente como México, Argentina y Chile, Xuxa produjo de forma incesante durante décadas docenas de largometrajes infantiles y un número extenso de álbumes musicales que rompieron toda estadística programada para una artista mujer de este género. Esa fue la razón por la cual en el año 1990 fue invitada especialmente al consagrado Festival Internacional de Viña del Mar en Chile, donde su participación es recordada hasta el día de hoy como una acontecimiento cultural por la fuerza de su convocatoria, pero además como un fenómeno mediático que no estuvo exento de controversia. Es que si bien el país se encontraba paralizado por el entusiasmo abrasivo que provocaba su llegada, en una pequeña radio de Antofagasta, una comuna del norte de Chile, irrumpiría una noticia que dejaría marcada su carrera ante la crítica del espectáculo mundial: Félix Acori Gomez, locutor en aquel entonces de la Radio Nacional de Antofagasta, se encontraba transmitiendo en vivo el primer álbum de dicha artista, editado en 1989 bajo el nombre homónimo de Xuxa, cuando pudo escuchar, al dar vuelta de forma urgente la cinta del cassette que se había enredado de manera accidental, un supuesto mensaje oculto que afirmaba “¡El diablo es magnifico!”. Así fue como esta cadena radial, a pesar del temor a las represalias legales que podría suscitar hacer público semejante hallazgo, puso en marcha un alarmante grito social que invocaría fantasmagóricamente hasta el día de hoy una sospecha sin final: ¡La Reina de los Bajitos es diabólica!.

Si bien no hubo un consenso determinante sobre la transparencia de aquella aparición espectral en la canción “Danza de Xuxa”, la noticia fue un detonante en la carrera de una artista que se encontraba en el punto más alto de su reconocimiento y dio comienzo a una serie de conflictos sociales en torno a su legitimidad que incluyeron familiares paranoicos, rechazos mediáticos virulentos, difamaciones surrealistas como también actos públicos donde se destruyeron sus cassettes y se incendiaron todos aquellos objetos de merchandising que incluyeran su imagen, ahora corrompida como una convulsa sirviente de la causa satánica. Incluso, en su todavía exitosa vuelta a la televisión, después del fin de su primer ciclo, sus acciones estuvieron expuestas a un escrutinio religioso permanente. La pureza de su resplandeciente inocencia era convertida en mancha perversa sospechada por la ansiedad de un sentido común clerical que reinterpretó públicamente sus acciones, los símbolos de sus escenografías, las letras de sus canciones e incluso cuestionó la incorporación de animales como serpientes, arañas, ratas y sapos en sus concursos como la televisación de un bestiario demoniaco. Pero eso no sería todo. El aturdimiento que produjeron estos rumores en ascenso se intensificó cuando un asistente de su última producción aseguró en los medios, no solo haberla visto realizando magia negra, prácticas vudú y misas oscurantistas detrás de escena, sino que decía saber de buena fuente que dicha artista donaba dos veces por año sangre a la Iglesia de Satanás en San Francisco y que su nombre, además, provenía de la conjunción de dos “demonios” de la religión Umbanda, “o-xu” y “ori-xa”.

Este fenómeno cultural del que fue objeto Xuxa durante la década de los ´90, fue parte de aquello que los medios de comunicación en Estados Unidos describieron como backmasking: una categoría originalmente utilizada para nombrar el proceso por el cual una cinta revelaba mensajes ocultos al ser escuchada al revés, pero que también se utilizó para nombrar la promoción de pánico social por parte de grupos religiosos, especialmente evangelistas y cristianos, que encontraban en la cultura popular indicios amenazantes de una tendencia satánica subterránea.

La genealogía de esta pasión paranoica se remonta hacia finales de la década de los ´70, enlazando un vasto número de experiencias disímiles entre las que se fortaleció una conciencia generalizada sobre la posible existencia de demonios, posesiones involuntarias, manifestaciones demoniacas y actividades paranormales, que se vieron materializadas en las terroríficas resonancias de los asesinatos rituales de la Familia Manson (1969), la publicación de La Biblia Satánica (1969) de Anton LaVey y la creación previa de la Iglesia de Satanás (1966), el impacto cultural que significó la publicación de El Exorcista (1972) de William Peter Blatty, tanto como su adaptación cinematográfica (1973) y una fascinación mediática en aumento por dos figuras casi complementarias, los asesinos seriales y las niñeras abusadoras. Si bien el ámbito de la música fue donde más se denunciaron las apariciones siniestras de estas voces infectas, con casos ejemplares como el enjuiciamiento a la banda de heavy metal Judas Priest (1985), estos grupos religiosos también se detuvieron en otras formas de entretenimiento popular para niños como la película Los Ositos Cariñosos (1985), denunciada por representar como personaje antagonista a una espíritu maligno, o juegos de rol, como Calabozos y Dragones (1974), considerado peligroso por sus personajes ficticios que mezclaban épicas distópicas, representaciones eróticas de elfos, y monstruosidades tentaculares.

Si bien esta histeria colectiva marcó la opinión pública durante más de dos décadas, conjugando la estigmatización de las ciencias ocultas, la criminalización mediática de la diferencia religiosa y la intensificación de políticas represivas en el campo de la cultura popular durante el gobierno de Ronald Reagan, es importante señalar que bajo los efectos de su desesperación subyace ante todo una necesidad imperiosa de proteger la familia nuclear de los peligros que representaba la otredad de lo desconocido. Una otredad que históricamente fue acusada y temida por abrir paso a su amenaza a través de la corrompible fragilidad de los niños, representados como sujetos de contornos endebles en los cuáles depositar la semilla podrida de lo oculto, ejercer formas creativas de manipulación oscura e inducir deseos prematuros de desviación sexual.

El trabajo de Catalina Schliebener (1980) en Orden y Secreto, se detiene de forma innovadora exactamente en este punto. A partir de una referencia directa con este fenómeno, una de las serie que nos presenta, Satanic Panic, se despliega ante nosotros como una instalación de objetos escultóricos que representan de manera diferencial tres escenas en la que distintos niños y niñas, absortos por su propia imaginación son rodeados por lo que a primera vista podemos identificar como monstruosidades amenazantes. Las escenas, densificadas por el ensombrecimiento contrapicado de luces frías, y por la extrañeza que supone el movimiento orgánico de papeles monocromáticos acumulados como base, nos sitúan ante un posible momento crítico: asumimos que estamos atrapados en el momento exacto en el que dichos niños parecieran ser atacados. Nos encontramos entonces haciendo equilibrio sobre la filosa incomodidad de ser testigos de un acto atroz en el que se dirime la frágil integridad de un cuerpo inocente. Reaccionamos, en justa medida, como un acto ético movilizado por un sentido de justicia, pero la velocidad de dicha reacción, a su vez, de forma oblicua, naturaliza un orden económico – moral imaginario en el que la proximidad de toda forma posible de diferencia hacia los niños es constituida como amenaza. Tan solo nos vasta detenernos a observar estas bestias de peluche plástico para notar cómo avanza una gestualidad enternecida, donde podemos ver gestos que mutan de aquella óptica mediada por la asfixia paranoica de una cultura construida sobre un registro siempre actualizable de ficciones punitivas, hacia una ética relacional basada en el afecto que nos pregunta si aquello que considerábamos un golpe no sería en su lugar, la expresión de una práctica de cuidado.

Uno de los aspectos más crueles del pánico satánico como fenómeno cultural, y especialmente el que más delata su origen histórico post-Guerra Fría, fue su búsqueda perpetua de enemigos ocultos. Un mecanismo de vigilancia política introyectado en la sensibilidad popular que creó un sistema de sospecha continua contra toda forma de desestabilización del pacto silencioso que necesita reproducir lo normal: desde la amenaza roja, el imperialismo racista, las guerras del sexo hasta finalmente la demonización del VIH, la historia de Estados Unidos se ha caracterizado por la creación obsesiva de figuras demonizadas cuya destrucción funciona como un pegamento emocional para el sostenimiento de una cultura basada en la violencia, el saqueo y la ambición supremacista. Por su parte, esta producción industrializada de temor en América Latina no fue el resultado de una excepción ni de un paralelismo vacío con aquellas discusiones del Norte Global. Durante la década de los años `80 los procesos de recomposición democrática a lo largo de América Latina dieron lugar, bajo distintos grados de intensidad, a temperaturas sociales marcadas por la ansiedad de una apertura cultural que no supo volverse responsable de los remanentes represivos de una sociedad educada a la fuerza bajo el terror ideológico, la construcción política de la otredad exterminable y la sospecha insidiosa a toda imagen extraña que pudiera poner en peligro la continuidad necesaria de la reproducción social. El proceso de recuperación de las libertades individuales, la nueva ocupación del espacio público y la apertura a consumos culturales de carácter internacional, generó una reacción incómoda en aquellas fuerzas conservadoras latentes en la primavera de las nuevas democracias, que demonizaron toda imagen de la cultura popular que por alguna razón movilizara algún sentido otro sobre los registros del cuerpo, los roles tradicionales de género o las prácticas sexuales consideradas constitutivas del pacto social.

A través de estrategias de apropiación crítica de personajes del mundo Disney, junto con la incorporación fragmentaria de ilustraciones infantiles vintage y la inclusión de objetos decorativos encontrados, la artista da continuidad a un largo proyecto en curso sobre los sentidos enigmáticos de la infancia, y especialmente los lenguajes en que los niños expresan, encarnan o actúan la potencia sensible de su extrañeza. Si bien en muchos de sus trabajos anteriores, como Growing Sideways (Hache Galería, 2017), la técnica del collage se instituía dentro de su obra como el recurso central para dar cuenta de aquellos movimientos oblicuos que producen las infancias queer, estableciendo enloquecidas combinaciones con los sentidos que socialmente intentan significarlos, trastocando los regímenes de asignación biopolíticos mediante la potencia sensible del ensamblaje humano-animal, o la modificación estratégica de sus cuerpos utilizando de forma perversa pedazos de personajes de la cultura popular infantil, en Orden y Secreto, su trabajo desde estas mismas operaciones parece invitarnos a pensar no tanto en los modos en que los niños pueden desviarse de un sentido de orientación impuesto por la demanda de lo normal, sino en las formas de contacto que establecen con otros desorientados para dar continuidad a una herencia torcida que pueda producir formas precarias de familiaridad y pertenencia.

De esta manera, la ambivalente delicadeza en la que Schliebener utiliza estos procedimientos sobre imágenes pop trastoca el régimen moral de peligrosidad desde el cuál rápidamente pueden ser representados las vínculos que establecen esas infancias queer con el mundo, tanto como los modos en que lo queer resulta significado una vez que se acerca hacia lo infante. Una discusión central dentro de la historia etimológica de aquel estigma que adoptamos como nombre: un elemento criminal, una marca intoxicante, una densidad enferma que finalmente nos priva, nos aísla, nos separa, nos empuja hacia una existencia sin mundo. Entonces, ¿cómo crece un cuerpo que se resiste a ser enderezado? ¿De qué historias brota la posibilidad de su futuro? ¿Qué tenemos que olvidar para poder pertenecer? Si podemos reconocer que existe un elemento queer en toda infancia y un elemento infantil en toda experiencia queer, posiblemente sea gracias a la continuidad afectiva que produce la fragilidad de nuestras experiencias como una cualidad de relaciones precarias que adquirimos ante el mundo. Una conexión extraña que figura las condiciones arbitrarias que imponen los deseos sexuales, las experiencias de género y los registros sensibles de una norma que se instituye silenciosamente a sí misma como naturaleza, tal como lo representa la historia de La Sirenita, que la artista utiliza como soporte para la extensión de un profuso collage donde una interminable cantidad de niños pierden sus anacrónicos rostros, fluyen sonrientes, saltan obstáculos, gritan una lengua ensombrecida, devienen bestias y corren fragmentándose lentamente sobre la expectativa guionada de la adultez, que al igual que a Ariel, los obliga a transformarse a sí mismos perdiendo su voz para ingresar en un prisma opaco de seguridad afectiva que no es tal.

Los efectos de la asimilación gay, en especial las consecuencias afectivas que ha producido la institucionalización de las retóricas del orgullo gay ha dejado un margen muy reducido para la articulación pública de lenguajes que expongan la historia aún en curso de la precariedad en la que están insertas las experiencias queer. Incluso alienando sus conexiones intrínsecas, tal como señala Sara Ahmed, quien reconoce genealógicamente el lugar protagónico de la debilidad en la agencia de los deseos minoritarios. La fragilidad a la que esta autora alude, poco tiene que ver con la representación victimista de un cuerpo fallado per se, más bien refiere a la sensación política que caracteriza a una vida que se encuentra a sí misma expuesta ante un mundo donde su lengua es inaudible, su cuerpo indescifrable, sus deseos peligrosos y su sexo, un conjuro malvado.

2.

Para Ahmed la fragilidad como una experiencia queer del cuerpo viene acompañada de otro sentido intrínseco, que también se hace presente en Orden y Secreto, especialmente a través de la obra de Dani Umpi (1974): la desorientación. Estamos hablando de aquel afecto-efecto producido por el desgaste de un mundo que originalmente nos fragiliza, es decir, que reduce sistemáticamente nuestra capacidad de ser imaginables, que oculta nuestras imágenes y que intenta enderezar nuestras lenguas. Esta autora nos dice que sí, que efectivamente la desorientación como un sentimiento corporal puede ser destructivo, puede hacer añicos la sensación de confianza en el suelo, la creencia de que el suelo sobre el que nos apoyamos puede soportar las acciones que hacen que una vida sea vivible. Pero de la misma manera considera que los momentos de desorientación son ciertamente vitales, en tanto experiencias de intensidad que sacuden el mundo, empujándonos por fuera de las líneas rectas que organizan el régimen de lo sensible, de lo conocido, de lo deseable. El cuerpo, al perder los puntos de apoyo que necesita para sostenerse puede estar o sentirse perdido, destruido o arrojado, pero gracias al mismo flujo que produce la desorientación, en ese cambio perceptivo que nos confunde, podemos arribar hacia nuevos puntos de apoyo, podemos encontrar otras manos de las cuales sujetarnos. Podemos, entonces, orientarnos hacia encuentros con otros cuerpos extraños en los cuales hallar sentidos de posibilidad, con lo cuales construir líneas de pertenencia y comunicarnos de forma oblicua.

Esa es la razón por la que podríamos arriesgar otra característica fundamental de la experiencia queer, y es su condición continua como un sistema de invención expresiva. Un atributo creativo que brota, no como sustancia, sino como una práctica antagonista ante la extensión de una asfixia simbólica donde opera la demanda de transparencia, sentido y coherencia de la rectitud cognitiva de la imaginación straight. Podríamos pensar entonces, que aquello que llamamos queer tiene que ver con la contraproductivización estratégica de esa intemperie existencial que produce la condición de lo frágil, en lenguajes oblicuos, referencias torcidas, ciencias ocultas, lenguas clandestinas, imaginarios subterráneos que históricamente y de forma ladeada han encontrado intersticios para el ejercicio de vidas incómodamente placenteras. Un proceso alquímico que transmuta la existencia silenciosa de un deseo incierto en una lengua crítica que busca volverse común al potenciar la promesa de lo extraño.

En el año 1977, el fotógrafo Hal Fischer, artista y crítico de arte, produjo su proyecto de foto-libro Gay Semiotics [Semióticas Gay], una investigación sobre los usos comunitarios del hanky-code, un sistema de reconocimiento sexual basado en el uso de bandanas de distintos colores por las comunidades gay del barrio Castro, en San Francisco. Esta práctica, también conocida como flagging, se funda en la creación de un medio de comunicación no verbal utilizado originalmente para indicar el tipo de práctica sexual en la que cada sujeto estaba interesado, a través de la apropiación torcida de la bandana, accesorio constitutivo de la vestimenta americana, especialmente de las culturas cowboy como de la clase obrera, entre los que se destacan maquinistas de ferrocarriles y marineros. Colocados en los bolsillos traseros del pantalón, atados al brazo o en su defecto alrededor del cuello, estos pañuelos podían cifrar públicamente, dependiendo el color y su ubicación en el cuerpo, el tipo de fetiches o los roles en los que preferían involucrarse los homosexuales a la hora del sexo. Como sistema de reconocimiento, se cree que el Código Hanky fue originado al calor de la Fiebre del Oro en California (1848-1855), donde las comunidades de trabajadores prominentemente masculinos, y en su mayoría también migrantes, potenciaron otras formas de afectación entre hombres, desregulando clandestinamente los cercos abrasivos de la heterosexualidad como destino.

A partir del impacto cultural que tuvieron las teorías estructuralistas y la pulsión por reconocer los mecanismos de poder productivos que subyacen a toda forma social comunicación, el mismo Fischer reconoció un profuso deseo por analizar aquellas marcas diferenciales del cuerpo homosexual en una época tan explosiva como los años ´70. Sus retratos, que replican los modos de representación asociados a las publicaciones de moda, reponían significados en torno al uso de prendas de cuero, llaves, cadenas, anillos, pañuelos y aros, entre muchos otros accesorios. La fragmentación analítica de los “looks gay” del momento, si bien no daban cuenta de la totalidad de una comunidad, si explicitaba los lenguajes corporales de algunas formas de encarnación posible del deseo homosexual. Editado en una primera instancia como una serie de impresiones fotográficas de gran tamaño y luego compiladas como libro por el sello NFS Press, este proyecto se instituyó como un estudio semiótico (incompleto) de una época particular en torno a las vidas queer, pero especialmente fue una aproximación inventiva hacia los modos en que los signos, desde sus apropiaciones desviadas, tráficos perversos y circulación diagonal pueden formar silenciosas estructuras comunes de sociabilidad basadas en la fuerza intempestiva de un deseo negado.

Me interesa entonces, con estas referencias, volver a considerar la desorientación como una experiencia queer capaz de inventar imaginarios comunes al borde del mundo. Lenguajes que, en la mayoría de los casos, deben permanecer bajo el manto del secreto dado que el orden que proponen sobre lo real resulta convulso ante la sujeción de la normalidad reproductiva como imperativo de continuidad social. Tal como sucede en Duendadas, una serie de collages en los que Dani Umpi pone en común fragmentos inentendibles de un imaginario subterráneo construido a partir del aislamiento, fragmentación y desmontaje de publicidades gráficas en revistas populares. En estas piezas, nos sumergimos ante la extraña confusión de un sistema de relaciones, jerarquías visuales, asociaciones psíquicas y deseos conjurados que escapan, dada su luminosa cripticidad, a las demandas del sentido obligatorio, dejándonos absortos ante un misterioso mensaje en el que estos diminutos seres fantásticos susurran ensamblajes innovadores a partir de la inversión de lo dado y la contraproductivización de la magia capitalista. Si algo define la historia universal de las sectas o las sociedades secretas es, por un lado su origen como respuesta a condicionamientos sociales determinantes, pero también su deseo por provocar en el mundo un nuevo orden, una nueva sociedad, cuyos métodos ocultos condensan su promesa en personajes mágicos o totémicos. Así es como la inofensiva y risueña figura del duende en Orden y Secreto moviliza en la obra de Umpi la delicada peligrosidad que brota del entorpecimiento lúdico del lenguaje, como de sus horizontes mercantilizados, para encontrar un aventurado placer tanto en la clandestinidad de sus sentidos como en la trasmisión amenazante de significados, imágenes y teorías alternativas.

En una genealogía apresurada que reúne personajes estereotipados como la bruja partera, la maestra piquetera, la columnista histriónica y la feminista diabólica, Umpi asume una tarea casi educativa al volverse un traductor imposible de saberes otros, de lenguas extranjeras y deseos confusos, a través de subvertir, o aprovechar de forma risueña, la desvalorización de procedimientos feminizados como las manualidades para asumir la humilde tarea de transmitir historias pequeñas, formas de conocimiento mágico y alianzas extrañas que nos invitan a escuchar la fuerza silenciosa de la diferencia para comunicar el deseo a través de la ambigüedad y el malentendido utilizando signos de la cultura popular. Una tarea presente en Apuntes de duende, otra serie de collages de grandes dimensiones, creados a través de un método de escritura obsesivo en la obra de Dani Umpi en la que brotan textos a partir de pequeños recortes que incluyen plenos de color y distintas tipografías, que de forma opaca despliegan una introducción a la vida cultural de los duendes, como si se tratase de apuntes de una clase en la que se estos seres maravillosos aprenden su propia historia, intercalando saberes sobre lo místico, el arte, la amistad y la autorrealización como sujetos de políticas mágicas.

No es extraña esta fascinación por las culturas pequeñas como sistemas culturales que enlazan fantasía y antagonismo. Históricamente, la vida de los duendes, gnomos y otros seres mágicos de cuerpos pequeños han sido referencias poderosas para movimientos de acción directa de carácter conspirativo contra la sensibilidad mayoritaria. Tan solo nos basta recordar a los Kabouters (gnomos), un grupo de anarquistas holandeses que durante los años ´70 se constituirían en una de las fuerzas contraculturales más significantes de Europa, que se propusieron la formación de comunas alternativas de carácter anticapitalista basadas en una ética de intercambio justo, críticas al avance tecnológico, defensoras del consumo de cannabis y comunicadores de una conciencia ecológica organizada. Durante sus años activos, este movimiento gnomo se dedicó a ocupar edificios y casas abandonadas para formar centros culturales en los cuales difundir la palabra de su fundador, Roel van Dujin, autor del mítico libro Mensajes de un gnomo sabio (1972), que inspiró a un sector numeroso de jóvenes a poner en práctica una crítica al Estado desde la acción pacífica, a través de la realización de happenings multitudinarios como formas de intervención callejera que priorizaron el uso del humor absurdo debido a la fuerte influencia que significó para ellos el arte dadaísta. Van Duyn, que había trabajado un tiempo en una granja orgánica, propone la imagen de los gnomos como referencia colectiva, al recordar cómo el granjero para quien trabajaba se resistía a comprar cosechadoras industriales al reconocer que “las máquinas ruidosas ahuyentan a los kabouters [gnomos] y los necesitamos para mantener nuestras plantas sanas”.

Desde hace tiempo la obra de Umpi propone la figura del duende no como un fetiche vacío, sino como un ser que moviliza ejercicios creativo de escucha, pero también de legibilidad torcida, presente no solo en su anterior exhibición Maldito duende (Hache Galería, 2017) sino también como una pregunta continua , que en esta oportunidad resuena en Ley, un trabajo que transcribe de manera análoga los mensajes secretos que Aleister Crowley recibió de la entidad divina Aiwass durante su paso por El Cairo, en el año 1904, que hoy expresan la ambigua Ley de Thelema. Así es como esta familia de seres fantásticos no solo se vuelven una inspiración formal nutrida por la potencia de un imaginario infantil, sino que existen como seres con agencia de quienes aprender una ética otra capaz de desorientar las líneas rectas de una sensibilidad hiperproductiva que estructura los guiones de lo posible.

3.

Con motivo de una retrospectiva parcial de la obra de Andy Warhol en Argentina (Malba, 2009), la investigadora Ana Longoni se pregunta en su texto “¿Afinidades pop?”, sobre la posibilidad de imaginar relatos descentrados que puedan narrar los vínculos entre arte experimental y cultura popular en América Latina sin adoptar posiciones derivativas que naturalicen el tiempo colonial de las relaciones de poder centro-periferia que leen estas producciones como meras repercusiones, formas de apropiación o cita a los lenguajes del Norte Global. Es así como propone una “lectura fuera de eje” de iniciativas que propusieron otras posibles combinaciones entre arte, medios de comunicación y técnicas de impresión múltiples como la serigrafía, que logran dar cuenta de un amplio conjunto de experiencias que en lugar de constituirse como un contra canon del pop (a secas), interfieren en sus condiciones de legibilidad y sus procesos de legitimación.

Este ejercicio crítico propuesto por la autora da continuidad al debate contrastante sobre el pop que se produjo desde América Latina al retomar los aportes producidos por Oscar Masotta a través de su publicación El “pop art” (1967), una serie de conferencias dictadas en el Instituto Di Tella en 1965, donde el teórico ensaya una aproximación novedosa sobre un arte considerado una ruptura inédita respecto a lo anterior. Masotta esboza una serie de tesis en las que vincula la emergencia histórica de dicha sensibilidad con la irrupción contemporánea de la semántica, la semiología y otros estudios críticos del lenguaje. Para él, el arte pop logra, a través de operaciones que influyen la fragmentación, la parcialidad y la repetición, poner en un segundo plano la forma para acentuar su observación en la conciencia del material, es decir en los mismos signos. Su tesis general es que el arte pop es un arte del objeto enmascarado por los lenguajes. Un arte donde el tema en cuestión no son las cosas, sino las “atmósferas” significantes que las producen. Y tal como recupera Ana Longoni, Masotta reconoce, a diferencia de sus detractores que creían al pop como una exaltación de la sociedad de consumo, que existe en este estilo una posible función desalienante en tanto comentario sobre los procesos en los que una sociedad naturaliza su propia estructura social.

Me interesa recuperar esta función critica del pop, para pensar cómo en Orden y Secreto, de Catalina Schliebener y Dani Umpi, se traman estrategias similares donde la experimentación con imaginarios que oscilan entre la inocencia de lo infantil y la peligrosidad de lo oculto en la cultura popular, a través de delicados procedimientos asociados con la feminización de las artes manuales, puede develar los mecanismos intrínsecos por los cuales una sociedad naturaliza una estructura recta, straight, de ordenamiento corporal, sexual y deseante. Las operaciones de desmontaje que ambos artistas producen sobre las culturas gráficas populares, que incluyen recortes de revistas de espectáculos y cuentos infantiles, esbozan una teoría práctica sobre la fragilización queer del lenguaje, sus políticas de contagio y sus efectos comunitarios que devela, a través de las respuestas negativas que despierta su presencia, las matrices de poder sexuadas que organizan las economía de lo vivible. Si para Ana Longoni, recuperar esta aproximación descentrada sobre el pop permitió poner en valor prácticas artísticas que utilizaron su aproximación experimental sobre la sensibilidad de masas para incidir en procesos de transformación social, me interesa hacer resonar esa misma estrategia para pensar lo queer, como un modo de (des) hacer la cultura popular, puede dar cuenta de cómo el arte puede preguntar no solo por la condición estructural de los signos, sino también por los sistemas de sexuación que ordenan su productividad. Esta aproximación desorientada al pop, entonces, nos permitiría cuestionar la naturaleza sexuada del lenguaje de la cultura de masas, tanto como estructura de significación, pero también como una política de orientación deseante que organiza la institucionalización de lo oficial, la clandestinidad de lo distinto, la cercanía de lo necesario y el necesario distanciamiento de lo accesorio, lo oculto, lo improductivo, es decir, de todo aquello que pueda ser nombrado como un desvío peligroso, una fantasía sin nombre o un cuerpo oblicuo. Orden y Secreto hace, entonces, de la fragilidad de los mundos pequeños, laberintos donde engañar la herencia del sentido, para por fin disfrutar esa promesa divertida que llaman libertad.

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