MICROFILMS
MARTIN SICHETTI
1 NOV. — 17 DIC. 2016
VISTA DE SALA
Ph. Ignacio Iasparra
OBRAS
Psycho. Serie Retratos de familia, 2016
Martín Sichetti
Lápiz y pastel sobre papel
80 x 120 cm
Vertigo. Serie Retratos de familia, 2016
Martín Sichetti
Lápiz y pastel sobre papel
80 x 120 cm
Marnie. Serie Retratos de familia, 2016
Martín Sichetti
Lápiz y pastel sobre papel
80 x 120 cm
Rope. Serie Retratos de familia, 2016
Martín Sichetti
Lápiz y pastel sobre papel
80 x 120 cm
Sexual Aberrations of the Criminal Female. Serie Stills, 2016
Martín Sichetti
Dibujo-collage, lápiz, pastel y dorado a la hoja sobre papel
18,5 x 34,5 cm
TEXTO
Éxtasis en suspenso
Ser voyeur del cine de Alfred Hitchcock es una de las perversiones que puede justificar no solo la Historia del Cine sino todo el Siglo XX. Cuando en The Lodger (1927), la primera película en la que el director hace su habitual cameo, Hitchcock convierte en cristal el techo de una casa para que podamos espiar a su inquilino, el ojo del director se vuelve cámara sin límites, que atraviesa todo para poder crear esa visión ideal que funda un cine en el colmo de la pulsión escópica (si me permiten decirlo en jerga lacaniana, que según Žižek es la que hablan las películas de Hitchcock). Como un espía virtuoso, como un cinéfilo ultrafetichista, Martín Sichetti redobla esa apuesta voyeur: su obra es un caleidoscopio de remakes de encuadres y objetos hitchcockianos, reproyectados por un espía microscópico.
Los dibujos y videos de Sichetti tienen, como primer prodigio, la capacidad de capturar y magnificar la calidad visual de la marca hitchockiana: cada obra reimprime esa elegancia magnética y pérfida que llevan a la pesadilla, incluso a la hipnosis, ese gusto por lo glam onírico que tienen películas como La llamada fatal (1954) y Vértigo (1958). Pero si, como decía François Truffaut, Hitchcock fue el primer cineasta que incluyó realmente al espectador en el juego cinematográfico a partir de las reglas del suspense, los cuadros de Sichetti ubican los dibujos como casilleros de un tablero, donde lo lúdico entra como ilusión óptica, recorrido visual donde la mirada se fracciona entre la reminiscencia y la extrañeza, como el ojo suturado por la tijera que Salvador Dalí crea para Cuéntame tu vida (1945), esa fusión de psicoanálisis y surrealismo que Hitchcock alucinó con su lucidez de modernista pop.
Microfilms también plantea un retorno a un momento germinal de la sensibilidad hitchcockiana, muy olvidado por críticos e historiadores: en su juventud, el futuro cineasta se anotó en la carrera de Bellas Artes de la Universidad de Londres, para aprender dibujo, y comenzó a trabajar en el área de publicidad de una empresa de electricidad, dibujando anuncios de los cables eléctricos. “Este trabajo me acercaba al cine, o más exactamente, a lo que yo iba a hacer pronto en el cine”, recuerda Hitchcock, que ofreció sus dibujos para ilustrar los intertítulos del cine mudo y así inició su carrera en la industria cinematográfica. Luego, a partir de su relación con el storyboard y del pensamiento gráfico, el dibujo siguió en la base del arte del maestro del suspense, llegando a su punto más alto en dos pesadillas, la creada por Dalí citada más arriba y la dibujada por John Ferren (tal vez con ayuda del titulista Saul Bass) en Vértigo. Los dibujos seriales de Sichetti podrían ser sueños o alucinaciones de personajes de Hitchcock o, incluso, imágenes mentales de cualquier espectador hechizado por La sospecha (1941), Para atrapar al ladrón (1955) o Marnie (1964).
Y como si estas operaciones no fuesen suficientes como intervención en el mundo de Hitchcock, la obra de Sichetti mete la daga en la llaga queer de películas como La soga (1948) y sus amantes homosexuales asesinos, y Psicosis (1960), con su esquizofrenia travestida. Combatido por las organizaciones de la diversidad sexual por representar negativamente identidades no hegemónicas, el placer queer en el cine de Hitchcock fue reivindicado en las últimas décadas, con hitos como la remake de Psicosis de Gus Van Sant y el ensayo postfeminista sobre Los pájaros de Camille Paglia. Y ahora por los reencuadres de Sichetti: en el remolino rubio de un peinado, en el destello encandilado de la hoja de un cuchillo, en el alucinado vaso de leche envenenado o en la perfecta ventana falsa de un decorado, hay siempre un brillo como lugar de resistencia glam y drag, donde se asume lo inverosímil como el reverso de lo idéntico (o de la identidad), y lo imaginario como nueva trampa para el ojo voyeur. Esa misma proeza que construye las películas de Hitchcock y que potencia la mirada de Sichetti: convertir a la imagen en el deseo en tensión de un éxtasis en suspenso.
Diego Trerotola