La vida
FLORENCIA BÖHTLINGK
curaduría Alejo Ponce de León
13 Mar. — 21 abr. 2018
VISTA DE SALA
Ph. Ignacio Iasparra
OBRAS
Colonia, restos de lemanjá. Serie Rio de la Plata, 2014
Florencia Böhtlingk
Óleo sobre tela
100 x 140 cm
Autorretrato, 2018
Florencia Böhtlingk
Óleo sobre tela
51 x 35 cm
Restos Umbanda en la orilla del rio, 2010
Florencia Böhtlingk
Óleo sobre tela
150 x 146 cm
TEXTO
Los cuadros y la acuarela que se ven montadas en este espacio trabajan para debatir bases ideológicas, por eso la obra de Böhtlingk atrae indistintamente a pintores de oficio y a algunos pocos intelectuales preocupados y responsables. Del ínfimo número de pinturas raras que podemos ver en Buenos Aires, podríamos decir que estas son las más raras.
Sabemos que Böhtlingk tiene el don de lenguas y que su pintura trafica signos que por lo general no asociaríamos con Buenos Aires, ni con una época puntual, ni formalmente con sus colegas. Pienso en las monjas visionarias, en las más pintorescas, como la abadesa de Cubas de la Sagra, Juana de la Cruz, que durante sus éxtasis hablaba latín, francés, árabe y vasco. El problema con referenciar momentos de delirio visionario en esta obra consiste en que no hay ruptura dramática de ningún orden. La muestra se llama La vida por eso, porque lo raro que tiene esta obra es precisamente su tendencia a volverse una continuidad mundana y total, de pasar como las horas. De ser hermosa o de una complejidad infinita, como una migraña que se parece a la niebla.
Todo lo que es, dentro del arreglo social que definimos como arte contemporáneo (y en particular bajo la seccional de la pintura contemporánea), simplemente no está en estos cuadros, no tiene nada que ver con esta pintura. Negarse a mirar hacia adentro del aparato del arte para hacer arte es una de las disposiciones esenciales que organizan estos trabajos, pero no su razón de ser. Cuando en algún momento incierto de crisis Böhtlingk empieza “a pintar la vida” en lugar de, digamos, pintar cuadros, tuerce el cuello para mirar hacia afuera, para acercarse a las cosas que tenía enfrente: un bote, la muselina del sol cubriendo el ocre líquido del río. Este antagonismo no podría definirse como un reflejo reactivo ni como un exilio: las varias formas que toma esta pintura son el producto de estarse enfrentando continuamente y de manera exclusiva a la propia imagen que genera. El vicio clásico del autorretrato, por ejemplo, la pone frente a sí misma, y a la pintura la pone frente a la pintura. La ventana de su casa la pone frente a las cotorras, y la pintura la pone de nuevo frente a las cotorras y frente a la pintura. Así con sus amigos, con los libros que lee, con los barcos que ve pasar, con sus vecinos, con la sangre de un chancho degollado en una construcción de monte.
No podría hablarse entonces de un trabajo de depuración progresiva con el objetivo definido de la perfección pictórica, sino más bien de una charla permanente con el mundo y con el mundo que esta misma pintura devuelve. Una discusión interna sobre cómo ver siempre las mismas cosas, sobre cómo ver desde la ventana del taller a las garzas manchando de blanco y paciencia el paisaje todos los días. En ese sentido, es una pintura que sale de la experiencia y por eso es producto, también, de interpretarse a sí misma como fenómeno. Lo que hace Böhtlingk, lo que vuelve raros a estos cuadros (y a la solitaria acuarela), es su inclinación a no aceptar ninguna idea de naturalidad. Ni el arte de su país, ni sus códigos formales, ni su época; ni las anatomías, ni la inclemencia de las formas, ni su propio rostro.
Esta pintura es una bóveda para la vida, para toda su sustancia ordinaria, molecular, inacabable. Böhtlingk consiguió, con una fe extrañísima y un talento aún más raro, que la misma función se aplique también en sentido inverso, que la vida sea una bóveda para su pintura.
Alejo Ponce de León